Por Mariló V. Oyonarte en colaboración con Alhama Comunicación

La ‘Ruta de los Arrieros’, más conocida como el ‘Camino Real de Granada’, fue durante siglos una de las principales vías de comunicación entre las provincias de Málaga y Granada. Tras un tiempo de olvido que se alargó durante décadas, hoy vuelve a ser transitada de nuevo gracias al auge del senderismo.



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Típico sendero almijareño entre pinares
Desde tiempos muy antiguos las sierras de Tejeda, Almijara y Alhama estuvieron trenzadas por una extensa y compleja red de veredas y caminos de herradura que acercaban y comunicaban entre sí los numerosos cortijos, ventas y caseríos que se repartían por todos los rincones de aquellas montañas, incluso en los más apartados. La travesía de la sierra de norte a sur -y viceversa- era entonces el único camino posible para llegar a Granada desde la costa evitando tener que rodear todo el macizo. El Camino Real de Granada partía desde Nerja pasando por El Acebuchal y las ventas de Jaro, Calixto y Panaderos; cruzaba el límite entre las provincias de Málaga y Granada por el histórico Puerto de Frigiliana y llegaba hasta Granada por Arenas del Rey, Játar, Fornes y Jayena, o por Alhama de Granada y Santa Fe. No era éste el único acceso para atravesar la sierra de un extremo al otro, pero sí el más transitado junto con la travesía del Puerto de Cómpeta.

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El puerto de Frigiliana

Eran otros tiempos y la vida muy distinta; Tejeda Almijara era entonces un trasiego continuo de personas y animales que dependían directamente de la sierra para subsistir y que se desplazaban a diario por sus sendas de un lugar a otro. Como el movimiento de arrieros y trabajadores de todo tipo era incesante, todos los senderos estaban limpios de maleza y mantenidos con esmero, pues del buen estado de los mismos dependían el comercio, la comunicación y hasta las relaciones sociales entre los habitantes de las distintas zonas de la comarca. A lo largo del trayecto se podían encontrar muchos cortijos y ventorrillos que se levantaban casi a la misma orilla de la vereda; a otros en cambio se llegaba tras tomar algún desvío y apenas podían distinguirse a lo lejos, muy chiquitos, tan escondidos entre los pinares que a veces tan sólo el humo de las chimeneas en invierno delataban su existencia.
 La Ruta de los Arrieros -de norte a sur- arrancaba desde la misma Granada, Santa Fe o Alhama de Granada. Pero el camino clásico comenzaba a la salida de la localidad de Fornes; hubo allí una popular venta -fue la única del pueblo durante mucho tiempo- en la que solían parar los arrieros que llegaban de lejos para descansar un rato o hacer la noche completa, antes de continuar al día siguiente su peregrinaje hacia la costa malagueña. El recorrido se adentraba llaneando por el frondoso valle del río Cacín, trayecto ése que por cierto solía estar muy concurrido. Un verdadero río de gente iba y venía a todas horas por aquellos parajes -no sólo arrieros sino también caleros, leñadores, resineros, labradores, esparteros, pastores con sus rebaños, recolectores de aromáticas, carboneros o simples viajeros en tránsito-. Tras rebasar el complejo de la Resinera se alcanzaba el desvío de la famosa Venta del Vicario -de la que ya no queda nada, ni siquiera unas ruinas-, una gran posada en la que además de dar cobijo a los viajeros se fabricaban los recipientes de barro que utilizaban los resineros para recoger la resina. A poca distancia de ese lugar comenzaban las primeras rampas que ascienden sin tregua hasta el Puerto de Frigiliana.

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Vista parcial desde el Puerto de Frigiliana

Cuando encaraban aquella subida, los arrieros -que casi siempre viajaban en grupo- debían extremar las precauciones para que las caballerías no tropezasen por la acusada pendiente del sendero y la carga se mantuviese en su lugar. Tenía que ser un espectáculo digno de ver aquellas largas hileras de bestias subiendo en tranquilo zigzag por la vereda hasta coronar el puerto, entre las voces de los hombres que las arreaban sin descanso … luego los imagino, una vez arriba, tomándose un respiro tras el ascenso para admirar el precioso paisaje que se domina desde allí: las hileras de cumbres afiladas y profundos barrancos que sobresalen de entre el tapiz verde de los pinares, con el fondo azul del mar. A continuación venía la bajada desde el puerto de Frigiliana, ya en tierras malagueñas, con la más que probable parada en la emblemática Venta de Panaderos. Esta posada, una de las más grandes e importantes de toda la sierra, estaba situada en un estratégico cruce de senderos. En aquel conocido punto de reunión solían hacer alto todos los que iban por allí, unos para pasar la noche y otros sencillamente para descansar un rato mientras echaban un trago de aguardiente y un rato de conversación. El trasiego en aquel lugar era incesante; de noche y de día, durante todo el año, siempre se encontraba gente durmiendo en sus numerosas habitaciones o comiendo en la espaciosa cocina. El Camino Real continuaba luego, montaña abajo por el valle del río Higuerón, rebasando la aldea de El Acebuchal hasta terminar por fin en Frigiliana y Nerja.

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Venta de Panaderos hace unos años, ya en ruinas

Uno de aquellos antiguos arrieros que recorrían la sierra a diario, y que hizo muchas veces esta misma ruta con sus dos mulillas, fue Antonio Sánchez Recio. Antonio era un muchacho moreno, alto y delgado, de muy buen carácter; tanto, que era muy popular en su lugar y todos los que le conocían le querían -«…era una prenda de hombre, mu bueno pa tó el mundo…»-. Él, al igual que sus compañeros de oficio, vivía de acarrear con sus bestias todo tipo de frutas, verduras y otros avíos que transportaba desde las vegas de Nerja y Torrox hasta los pueblos del interior de la provincia de Granada. Allí las vendía o cambiaba por garbanzos y lentejas, harina, lana de oveja, productos de la matanza y cualquier otra cosa que le hubiesen encargado. Antonio era arriero desde niño y le gustaba su oficio, pues de carácter alegre y abierto como era, ese trabajo le permitía conocer gente de otros lugares y como él decía, «ver mundo».

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Venta de Panaderos en la actualidad

Pero la guerra civil y la posterior guerrilla antifranquista alcanzaron la comarca de Tejeda Almijara, perturbando la vida de todos los que vivían en y de aquellas montañas. La sierra se llenó de guerrilleros que se ocultaban por todas partes y de guardias civiles y sus temidas contrapartidas, dispuestos todos a combatir en cualquier momento y en cualquier lugar. Se cerraron los antiguos caminos, antes tan transitados -para subir a la sierra era necesario presentar unos pases especiales que había que renovar cada quince días en los cuarteles- y se sometieron a una estrecha vigilancia, tanto por parte de un bando como por parte del otro. Todo aquel que necesitaba adentrarse en la sierra debía pedir permiso antes a la guardia civil. Los arrieros sufrieron especialmente esta situación, pues su oficio los ponía en riesgo continuamente: o se veían obligados a vender su mercancía a los guerrilleros que les salían al paso por los caminos, o se arriesgaban a perder sus bestias y la carga si se topaban con la benemérita, que tenía casi como norma decomisar toda la mercancía que atravesaba la sierra para evitar que llegasen provisiones y suministros a manos de los rebeldes.

Antonio el arriero tuvo que aguantar tanto los asaltos de los guerrilleros como las amenazas de la guardia civil. Tan fue así que incluso pasó nueve meses en la cárcel porque en una ocasión se vio obligado a entregar dos sacos de harina a unos maquis y el hecho llegó a oídos de las autoridades, que pensaron que los ayudaba voluntariamente. El pobre Antonio fue acusado, interrogado y torturado en un cuartel de Vélez Málaga -la guerra es así-; algunas de las lesiones que le causaron esos días le duraron el resto de su vida. Cuando salió de la cárcel intentó recuperar su vida anterior, pero ya nada era igual. Los enfrentamientos entre perseguidores y perseguidos se habían recrudecido y el oficio de arriero era francamente peligroso. Pero lo peor fue que, ya fichado por las fuerzas del orden, Antonio se había convertido en un sospechoso permanente, por lo que un sargento de la guardia civil que lo conocía bien y sabía que sabía que Antonio era inocente, le previno un día:

«Mira- le dijo -mañana a las siete tengo que ir a tu casa a detenerte, y te digo que mientras que vayas conmigo vas seguro, pero cuando lleguemos al cuartel te tengo que entregar y ya no respondo. De manera que tira para donde puedas, o sea, que para cuando yo te vaya a detener ya no estés en tu casa». (Estas frases son textuales, referidas por el mismo Antonio muchos años después, en una entrevista).

Antonio huyó con lo puesto dejando atrás su familia, su oficio, su novia y su vida. Primero recaló en Barcelona y luego marchó a Madrid, donde finalmente encontró un trabajo y pudo establecerse. Cuando la guerrilla terminó por fin, pudo viajar a Cómpeta, donde lo esperaba su novia Ana María. Se casaron y se fueron a vivir a Madrid, hasta que con los años pudieron permitirse comprar una casita en Cómpeta y establecerse allí definitivamente, viviendo más o menos felices, pero sobre todo tranquilos, hasta el final de sus días.

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Las manos de Ana María. Foto de Carlos Luengo Navas

Esta historia de penillas y alegrías nos la contó Ana María, la mujer de Antonio el arriero, que hoy es su viuda. Mientras hablaba, sostenía entre las manos unas fotografías antiguas en las que nos iba señalando -con una nostalgia inacabable, infinita- a su marido y su único hijo, que desgraciadamente también murió hace unos años. En una de sus fotos -que por cierto ya habíamos visto en varios sitios de internet- se ven los dos juntos, padre e hijo, contentos y disfrutando con otros familiares de una cacería en los alrededores de la Venta de Panaderos.

Ana María está a punto de cumplir ya noventa años. Lleva una vida retirada y tranquila en su casita de Cómpeta; tiene cerca a la familia de su nieta y está rodeada de vecinas que la quieren. Durante nuestra charla, nos pidió que no hiciésemos fotos de su cara, pues dice que ya está fea y arrugada. Pero no es así, ella no está fea: era -y aún es- rubia y pecosa, y sus ojitos azules todavía se iluminan cuando recuerda a su marido y a su hijo, que la miran desde esa foto eternamente sonrientes, eternamente jóvenes.

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Un día de caza. Antonio el arriero (de pie sujetando la cola de la montés) y su hijo (en cuclillas a la derecha, con sombrero) sonríen

Me gustó algo que ella dijo: «Mira, yo enviudé ya vieja, pero que aunque hubiera enviudado más nueva y con edad para casarme otra vez y tener más hijos, nunca habría sido capaz de poner otro hombre en el lugar de mi Antonio. Él fue muy bueno para mí». Su cara y sus palabras me recordaron en ese momento una conmovedora escena de la película «Un asunto de amor», en la que una anciana y magistral Katharine Hepburn hacía decir a su personaje: «Aunque mi marido haya muerto hace años, yo siento que todavía estoy casada».

Y es verdad… oyendo a Ana María, yo también creo que ella no está viuda, sino que sigue casada -y así seguirá hasta que termine sus días- con Antonio Sánchez Recio, el arriero bueno.

Fotos de Manuel Rodríguez Martos.



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