De la «tierra» al cielo, Nadal logra su Roland Garros «12 +1» en París

Arrasa a Djokovic por 3 sets a 0, e iguala a Federer con 20 grandes títulos. 

En el otro París, el mismo Nadal, un campeón superlativo que muerde la historia con fiereza, un campeón que llega ahí donde solo antes lo había hecho Roger Federer, quién sabe si irá más allá, según ABC.  En este otoño de coronavirus, en este año tan desagradable, tan de cifras y de mentiras, al menos queda una certeza, y no es otra que la fiabilidad de un tenista irrepetible que ha animado los domingos de los españoles (también el de los de más allá) a base de gestas y hazañas, a cada cual más sonada. Esta, la de Roland Garros 2020, se recordará especialmente por las circunstancias tan atípicas en este nuevo mundo, tan distinto a lo que conocíamos. Lo único que no cambia, y eso parece que ya es algo perenne, es el mordisco del balear en la majestuosa Philippe Chatrier. Porque París, da igual cómo y cuándo, da igual si llueve o se juega a cubierto, siempre será de Nadal, el campeón de nuestras vidas, abrumador para tumbar a Novak Djokovic por 6-0, 6-2 y 7-5 en 2 horas y 41 minutos. Cien victorias en el Bois de Boulogne, 13 Roland Garros y 20 Grand Slams, ¿se puede pedir algo más?



Hablan sus lágrimas, que por fin salen por tantas emociones contenidas. Después de abusar del número uno, tan impresionante y orgulloso el enemigo que se multiplica por mil el valor del triunfo, Nadal estalla y su mirada, mientras busca conectar con su gente, se pierde en el cemento de la central francesa, igualmente imponente aunque no haya tantas almas como de costumbre. Realmente, ese vacío lo llena Nadal, tal es su carisma. Acaba de tumbar al serbio en otra final para recordar y repasa irremediablemente todo lo que ha sido este curso de miedos y dudas, ya compensado por el subidón de esta victoria sin casi oposición. Por todo lo que supone, este 11 de octubre, este domingo de chaqueta, quedará para siempre como una de las jornadas más especiales de este viaje tan bonito.

Básicamente por todo lo que conlleva. Lo primordial, y para eso vive Nadal, es la conquista de su torneo fetiche, que viene a ser el decimotercero de su carrera. Llega, además, después de sumar su centenario triunfal aquí, una cifra redonda que le da incluso mayor belleza al premio. Y, no menos importante, es el vigésimo Grand Slam del mallorquín, que ya por fin podrá decir que es tanto como Federer, a quien seguía con prismáticos cuando empezó a ganar cosas serias. Con 34 años, Nadal lleva desde los 19 acumulando tesoros y cuesta pensar que este es el destino final. Habrá más, habrá mucho más.

Su actuación en la final fue sencillamente soberbia, una lección de galones y jerarquía. Pese a que la lluvia desapareció justo antes del inicio de la cita, se cerró la Chatrier, otra adversidad y más con Djokovic al otro lado de la pista. El caso es que no gustó la decisión al clan Nadal, pero ya no había espacio para el lamento, así que el número dos del mundo se desentendió de la polémica y salió como un torbellino, arrebatador en una puesta en escena impresionante. Se sintió ganador desde el primer intercambio, esquivó el peligro cuando se acercó a él y destrozó al serbio, a quien se le desencajaba la cara, incapaz de leer bien el partido y de encontrar una salida. Abusaba incoherentemente de las dejadas, su golpe estrella en estos días otoñales, y Nadal le desbordaba con un recital de reveses cruzados, una tortura. Cuando el español domina así, solo se puede callar, y Nadal firmó un 6-0 de matrícula en 45 minutos de ensueño, el segundo que le endosa en 56 enfrentamientos.

Nadie la vio venir, ni siquiera el propio Nadal se imaginó en esa situación. La inercia era tan positiva que incluso en el primer juego de la segunda manga dispuso el español de tres opciones de break, pero por fin, 55 minutos después, Djokovic estrenó su casillero, un alivio para él. Con todo, la rotura llegó de inmediato, un golpe definitivo a la mandíbula del mejor tenista del planeta, y poco después le llegó otro directo.

La grandeza de Djokovic es que, incluso dos sets abajo, nunca se le da por muerto, mil vidas tiene el serbio, pero apenas latía, noqueado en su banco, moribundo por el albero y sin apenas puntos que festejar. Entiende, con ese 6-0 y 6-2, que Nadal es inabordable, también en este París, y se limita a cumplir y a maquillar la paliza, que es de las que se recordarán por los siglos de los siglos. Con todas las buenas intenciones del mundo, quiere alargar la pelea y ofrece algo más en el tercer set, pero también va a remolque desde el inicio y parece herido de muerte cuando entrega su saque de manera penosa en el quinto juego.

En realidad, no tiene nada que hacer, pero tampoco es su culpa. ¿Qué va a hacer ante una bestia tan despiadada? Nadal, que no se desvía en toda la tarde, iluminado por los rayos que se cuelan por el techo, tiene un momento de humanidad porque no consolida el break y pierde el servicio por primera vez en toda la sobremesa. No es como para alarmarse, pero conviene no dar demasiado oxígeno a Djokovic, un maestro del escapismo.

Es, por fin, un partido como el que se esperaba y el balcánico se sube a la ola. Tiene un momento de inspiración y estira el pulso con agallas, así es él. Pero Nadal ni se inmuta y acepta ese leve despertar del enemigo con naturalidad, por algo es el número uno. Pesa la historia, pesa París, y Djokovic hace una doble falta en el undécimo juego que deja la final vista para sentencia. Con una sobriedad descomunal, Nadal resolvió a la primera y se rebozó por la Chatrier, su Chatrier. Es, en esencia, el más grande, al menos lo es tanto como Federer. Es, en esencia, el rey de París.




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