El prestigioso investigador sobre los maquis nacido en Canillas de Albaida cuenta su vida en este reportaje
Fotografías, archivo de José Aurelio Romero Navas y Carlos Luengo.
Pocos son los interesados en la historia reciente de España que no conocen la obra de José Aurelio Romero Navas, una de las máximas autoridades en materia de la guerrilla antifranquista en Andalucía Oriental durante la posguerra. Este prestigioso investigador, historiador, escritor y conferenciante nos narra hoy su propia historia.
Este artículo se titula «Recuperando la memoria» porque ése fue el primer libro que publicaste, y porque eso mismo es lo que nos gustaría, que recuperases tus memorias. Así pues y aunque no estás muy convencido, finalmente accedes y nos permites retrotraernos contigo a un pasado muy especial, en el que nadie salvo tú mismo había buceado hasta ahora: el tuyo.
Nos cuentas que tu infancia fue algo distinta a la de otros niños de tu edad, época y condición. Tu padre trabajaba como alcalde de Canillas de Albaida -colocado ahí por las autoridades franquistas en reconocimiento a su trayectoria ideológica, de carácter firmemente conservador-, cometido que el buen hombre desempeñaba lo mejor que podía, en la medida en que fueron aquellos unos tiempos bien dificultosos para todos. Aunque la familia adoraba vivir en el pueblo, fue vuestra madre, María Teresa -una mujer de carácter fuerte y voluntarioso, que disfrutaba decidiendo por todos-, la que discurrió que sería mejor idea mudarse a Málaga capital para que tú y tus hermanos pudieseis estudiar en condiciones, ya que el sueño de vuestros progenitores era daros una carrera a todos los hijos. Por eso, tu niñez transcurrió a caballo entre la ciudad y el campo: oscuros inviernos en blanco y negro de adoquines, cartillas y colegio, e inolvidables y larguísimas vacaciones de Semana Santa y verano a todo color, en las verdes laderas abancaladas de Sierra Tejeda, lugar que -más adelante lo dirías tú mismo- marcaría indefectiblemente tu destino.
Las horas transcurrían lentas, las distancias eran largas y la idiosincrasia de cada pueblo muy acusada. El habla coloquial de los habitantes de la sierra era muy cerrada, dando lugar a diferentes cuasidialectos, cada uno con su propio vocabulario y pronunciación, que variaban bastante incluso entre localidades vecinas. Recuerdas asimismo cómo a principios de verano, recién llegado de Málaga, apenas entendías lo que te decían los amigos, pero por la cuenta que te traía afinabas la oreja y a los pocos días adoptabas la lengua canillera a la perfección, con sus giros y dejes, de modo que cualquiera habría dicho que jamás te habías movido de allí. Después era tu madre la que, a la vuelta de las vacaciones, te corregía pacientemente zurciendo palabrejas, para que tus compañeros del colegio no se rieran de ti.
Prosigues tu relato: Canillas de Albaida, como tantos otros lugares, quedó situado en pleno territorio de lucha y, por ser un alcalde franquista, tu padre constituía un objetivo prioritario para las gentes de la sierra. Tú escuchabas a hurtadillas las conversaciones de los mayores, prestando especial atención, con una extraña mezcla de curiosidad y pavor, a los comentarios de tu padre, que con frecuencia se refería a «los bandoleros de la sierra» como a un peligro muy cercano y real. Llegó un momento en el que cada habitante de tu pueblo, de todos los pueblos, hombres, mujeres e incluso niños, tenía alguna historia aterradora que contar, ya fuese real o inventada, acerca de aquellos hombres escurridizos y malvados -que tú imaginabas, quién sabe por qué, vestidos de negro- que descendían desde sus remotos escondites serranos aprovechando la oscuridad de la noche a los pueblos y a los cortijos para robar, amenazar, secuestrar o asesinar a los hasta entonces tranquilos habitantes de la zona.
Momentos concretos, como cuando un sargento de la Guardia Civil informó a tu padre de que su nombre había aparecido escrito en una libreta requisada a un maqui, encabezando una lista de futuras víctimas, o como aquella plácida noche de verano en la que tu familia tomaba el fresco con otros vecinos, y llegó el alguacil sofocado, corriendo y dando voces -«¡Aurelio, Aurelio, corre y escóndete, que han visto a los bandoleros por aquí!»-, te convencieron de que tu padre debía llevar mucha razón. Nueve años tenías entonces; grabada en tu mente quedó para siempre la imagen del cabeza de familia dando un brinco de la silla y corriendo adentro de la casa para coger su pistola -artefacto que entonces los alcaldes podían llevar en caso de necesidad- para desaparecer al segundo siguiente por la puerta de atrás, camino del huerto. Los guerrilleros no lo encontraron, pero en su lugar se llevaron al juez de paz del pueblo, a quien mataron a los pocos días. No… decididamente, para algunos la guerra todavía no había terminado.
Pero no pasó nada. Nada, salvo el tiempo. Los acontecimientos siguieron su curso, los tristes años de la guerrilla quedaron atrás y tu padre dejó de ser el alcalde del pueblo; tú y tus hermanos crecisteis en paz. Llegaron los años del Bachiller y la Universidad; te hiciste hombre, cumpliste con tu servicio militar y conociste a una preciosa chica rubia y de ojos celestes llamada Rosi, con la que te casaste en abril del año 1969. Y seguían volando los años en el calendario… Eras ya un joven maestro muy ocupado en seguir formándose, te convertiste en padre, aspirabas a ser profesor de instituto y estudiabas la carrera de Filosofía y Letras cuando, en el año 1975, un libro recién publicado, «El maquis en España», escrito por el teniente coronel de la Guardia Civil Francisco Aguado Sánchez, llamó tu atención. No podías imaginar que su lectura cambiaría tu vida para siempre.
Sin proponerte nada en concreto, sólo por pura curiosidad, te pusiste a charlar de ese tema con los hombres más mayores que encontrabas en los pueblos de la Axarquía, donde trabajabas como maestro. Les preguntabas, así como quien no quiere la cosa, por la época en la que la gente de la sierra merodeaba por allí. Y, para tu sorpresa -¿o quizá no…?-, empezaron a llegar a tus oídos, lenta e inevitablemente, como si la verdad silenciada durante tanto tiempo por fin consiguiera abrirse camino, otras opiniones, otra perspectiva: la desgracia de unos hombres, de unos pobres hombres -idealistas unos, revolucionarios otros-, obligados por las circunstancias a escapar a la sierra, que se embarcaron en una lucha sin futuro, en la que perecerían casi todos sin remedio.
El gusanillo de averiguar más acerca de aquella etapa de la posguerra española, de la cual lo poco que se sabía no era ni ponderado, ni objetivo, ni desinteresado, ni siquiera honesto, se instaló definitivamente en tu cabeza; decidiste, pues, tomar la cosa muy en serio. El mismo año en el que murió tu padre, 1980, nacía el investigador José Aurelio Romero Navas.
Merced al aval del propio Enrique llegaste a entablar conversación con antiguos compañeros suyos, todos miembros históricos de la guerrilla -el Duende, Isidro, Gerardo, Carlos, Francisco, Miguel, Paquillo y así hasta quince o dieciséis excombatientes-, todos ya ancianos que, venciendo el miedo a contar lo que tanto tiempo habían callado, te hablaron largo y tendido de otra realidad: la de unos luchadores que creyeron posible un sueño y padecieron mil calamidades por llevarlo a cabo. Unas cosas llevaron a otras: visitabas cada vez más pueblos, entrevistabas cada vez a más personas… aquello era como una red que se iba extendiendo, a medida que sabías más y más. Comprendiste definitivamente el porqué de la existencia de aquellos hombres; su organización, sus rutinas, sus razones, sus anhelos, sus miedos también. Tanto te metiste en materia que, siendo ya profesor de instituto, decidiste dar un paso más y elaborar toda una tesis doctoral sobre ello.
Repasando algunas de sus publicaciones
Gracias, maestro José Aurelio, amigo José Aurelio, por habernos enseñado tanto; por continuar enseñándonos a todos.