Escribo este artículo mirando una vieja fotografía que adorna con su color sepia un rincón de mi habitación. Con el pelo muy cortito, mi vestido nuevo y mi pulserita de los domingos, me veo, entre mis padres y mi hermano pequeño, sentada en una plaza de toros de madera en una de esas perfumadas tardes de agosto en el pueblecito de Gredos donde las novilladas eran, y son, cita obligada. Casi sesenta años contemplan el instante de aquel día en que, con gesto serio y un ceño fruncido que apuntaba maneras, asistía, como tantas veces después, a una tarde de toros. Es mi recuerdo más lejano de una afición de arraigada tradición en mi familia: un tío abuelo asesor taurino; una entrañable tía, que igual me contagiaba su fervor por los santos que por los toreros de la tierra, y su hijo, que empezaba ya su exitosa carrera como crítico taurino. A través de ellos conocí y compartí paseos de adolescencia con dos jóvenes novilleros, hijos del torero Morenito de Talavera. En mi entorno se hablaba de toros. Mi padre, en serenas charlas, me decía que el toro bravo no existiría si no fuera por la lidia. “Pero el toro sufre”, pensaba yo.
Empezaba a tener el corazón ‘partío’ entre la tradición familiar y lo que no entendía mi sensibilidad infantil. Aún así, tengo que confesar que viví muchas tardes de toros. El colorido, la música, el ceremonial… La estética del ambiente me cautivaba. Aunque siempre tapaba con mi abanico la imagen de aquel animal que se batía en un duelo involuntario y desigual: el matador, con su pericia, su capa y su espada; el toro, sin engaños, con su instinto y sus cuernos como única defensa. Y yo, con mi dualidad a cuestas, debatiéndome entre lo cruel y lo bello. El abanico, cada vez más grande, y mis ojos, cada vez más cerrados, me llevaron, un día de feria, a olvidarme hasta de los hermosos compases de ‘Nerva’. El alegre pasodoble llenaba la plaza, que bullía de entusiasmo entre el humo de los puros, el vaivén de los abanicos y el clamor de los olés, cuando el matador, de “azul purísima”, le arrancaba al astado, entre destellos al sol de su traje de luces, unas bellísimas verónicas. Pero ni el sol, ni el colorido, ni el contagioso entusiasmo del “respetable” pudieron hacerme ignorar los lastimeros mugidos de un toro “negro zaino”, coronado de banderillas, que se dolía sangrando abundantemente, tiñendo de rojo mi ánimo y el albero del redondel. El toro sufría, yo sufría, y ahí se acabó mi dualidad. Recompuse mi corazón  y lo puse, a pesar de la rancia tradición familiar, al lado de los que ven en “la fiesta” la tortura de un toro. Cinco años en el campo viviendo a cuerpo de rey no compensan el cuarto de hora cruento hasta morir en la plaza (“Con honor”, que dicen algunos).
Miro mi vieja fotografía y la comparo con otra reciente que ha dado la vuelta al mundo: un famoso matador, siguiendo su tradición familiar, torea una vaquilla con su bebé en brazos. Sin entrar a valorar si ha habido en este asunto más ruido que nueces, lo cierto es que una vaquilla, aun humillada su testuz y sangrando, no es precisamente un osito de peluche. Desafortunadas y hasta chulescas me parecieron las declaraciones del torero al respecto. Y entre el revuelo de matadores, mensajes varios apelando al derecho de enseñar a sus hijos una profesión “que tiene muchos valores”. Aun a riesgo de herir susceptibilidades taurinas, no veo en el toreo otro “valor” más allá del que se necesita  para enfrentarse a unos cuernos que pueden hacer mucho daño.
Algunas tradiciones no habría que seguirlas porque sí. A pesar de mi tradición familiar, y de mis muchos amigos taurinos, yo, que viví la fiesta, estoy en contra de la fiesta. De esta y de cualquier otra que sea a costa del sufrimiento de un animal.
Acabo este artículo oyendo el hermoso solo de trompeta de un pasodoble. Miro el azul purísima del cielo que asoma por mi ventana y pienso en ese animal tan bello que estará pastando en el campo, embistiendo al viento entre jaras y amapolas, ajeno a ese clarín que mide el tiempo y anuncia su triste final.



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Algarrobo, luz tierra y mar

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