Pedro, el vecino de Alcaucín que guarda la sierra

La de Pedro es la historia de un amor y entrega incondicionales a la montaña donde creció y donde ha vivido siempre, a la que quiso dedicar toda su vida profesional, como Guarda Mayor.

Por Mariló V. Oyonarte en colaboración con Alhama Comunicación



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La majestuosa cara norte de Sierra Tejeda

Sin duda, aquellos que mejor entienden la montaña son quienes desde siempre vivieron de sus recursos: pastores, arrieros, leñadores, labradores… pero, ¿qué hay de los que velaron -y velan- por ella día y noche, dedicando ese esfuerzo a la conservación de sus parajes? Es la impagable labor de los guardas forestales, verdaderos ángeles custodios de la Naturaleza sin cuyo tesón, constancia, voluntad y trabajo, probablemente, la realidad de nuestros espacios naturales protegidos sería muy distinta.

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Pedro Aguilar Miranda

Pedro Aguilar Miranda fue, y sigue siendo en espíritu, uno de ellos. Nació en Málaga en 1939. A los pocos días de nacer, su familia se trasladó a una finca de los Montes de Málaga donde su padre trabajaba como repoblador forestal, por lo que sus primeros recuerdos están unidos a aquellas sierras y a la casa donde se alojaban, tan grande que tenía hasta un molino de aceite y un lagar. Aun hoy dice Pedro que puede escuchar el ulular de aquel búho misterioso, que todas las noches se posaba en el castaño centenario que había detrás de su casa… La familia de Pedro estaba compuesta por sus padres, él y sus cuatro hermanos, más dos perrillas, Chispa y Golondrina, y todos se tenían que apañar con el jornal -de tan sólo cinco pesetas- que ganaba su padre plantando pinos en la sierra, inclinado sobre la tierra de sol a sol.

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Pedro junto a su hermano mayor, Pepe

El niño disfrutaba acompañando a su padre al campo y ayudándolo en pequeñas tareas; así se aficionó también a la compañía de los adultos, sobre todo a la de unos ancianos muy parlanchines cuyas historias de cuando ellos eran jóvenes escuchaba embelesado. Dados los tiempos que corrían, también vivió momentos difíciles: los maquis merodeaban por aquellas sierras y pasaban por las casas cuando menos se les esperaba, armados hasta los dientes pero sin hacer daño, pues se limitaban a comer algo y marcharse. Pedro recuerda a sus padres advirtiéndoles con gravedad que no contasen nada a nadie, pues irían todos la cárcel. «¿Por dar de comer a esos hombres podemos ir a la cárcel…?» se preguntaba el niño.

El pequeño Pedro heredó de su padre y de su abuelo un respeto incondicional por la Naturaleza

En el año 1946 -él tenía siete años- su familia se trasladó al pueblecito de Alcaucín, pues su padre faenaba entonces repoblando el pinar de Sierra Tejeda, que había quedado deforestada por la explotación masiva de la leña y el carbón. En aquellos tiempos Sierra Tejeda formaba parte del Patrimonio Forestal del Estado, y en las labores de repoblación trabajaban muchos habitantes de los pueblos cercanos: de ahí el amor de los lugareños por sus montañas. Cuando cumplió los catorce años, el chico entró a trabajar en el vivero del cortijo El Alcázar; era un trabajo duro pero del que guarda muy buenos recuerdos, sencillamente porque el trabajo de campo le gustaba mucho.

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Alcaucín se asienta en la ladera suroeste de Sierra Tejeda

Alcaucín era entonces un pueblo de gente humilde, pero alegre y muy acogedora. La sierra estaba llena de pastores, cazadores, esparteros, arrieros y labradores, y cada gremio «bautizaba» a su gusto los distintos lugares -nombres que ya se están perdiendo-, por eso algunas zonas tenían incluso más de uno. Pedro cuenta también que durante la posguerra el hambre era tan grande que la gente inventaba fórmulas inverosímiles para poder comer. La picaresca de algunos era de admirar:  localizaban un nido de águila real con pollos; colocaban una especie de  frenillo en el pico de los animales para que no pudiesen comer y por la tarde volvían al nido para llevarse las piezas que las águilas dejaban a sus crías -conejos y chotillos, sobre todo-. Se dejaba algo para que los pollos pudiesen comer, y se llevaban lo demás, para volver otro día.

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Los padres de Pedro, Francisco y Emilia; él con uniforme de guarda forestal y ella en su casa de Alcaucín

Los años pasaron, y Pedro se hizo mayor. Su padre ascendió a Guarda Mayor de aquella zona; Pedro hizo el servicio militar y eligió dedicarse a esa misma profesión, no ya por el sueldo- que era escaso-  sino porque llevaba las montañas en el corazón. Decidió estudiar en la Escuela de Capataces Forestales de Segovia; allí pasó dos años preparándose a conciencia. Se licenció con buenas notas y encontró trabajo enseguida. Pasó por varios lugares -Madrid, Cazorla, Ronda-,  se casó con su novia, Pura, y formó una familia. Su trabajo consistía en labores de guardería de montes y responsabilidad de las reservas de caza. Pero él y su familia echaban de menos Sierra Tejeda. En el año 1974 obtuvo por oposición una plaza de Guarda Forestal del Estado, y poco después consiguió, por méritos propios, su traslado definitivo a Alcaucín. Por fin, el 1 de agosto de 1979, tomó posesión del cargo con el que tanto había soñado, y en el que pasaría el resto de su vida profesional: Guarda Mayor de las Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama.

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Con su compañero y amigo Miguel, en la Almijara

 Como Guarda Mayor de la Reserva, Pedro era responsable de numerosas obligacionescomo comprobar licencias y permisos de caza, acompañar a los cazadores y controlar que las jornadas cinegéticas transcurriesen sin incidentes; además buscaba gente para organizar las batidas, formaba parte de los retenes contra incendios, llevaba el control sanitario de los animales de la reserva,  actuaba contra las cacerías ilegales que se organizaban en los pueblos y recorría «su» territorio -ya fuese a pie, en moto o en un viejo Renault 4L- desde Arroyo de la Miel hasta el Puerto de Zafarraya, cuidando de que todo estuviese bajo control.

Un guarda forestal debía, además, mantenerse en buena forma física y estar dispuesto a prestar servicio en cualquier momento, pues el campo no entiende de horarios; observar a los animales -dónde comen, se encaman o se retiran para morir-; localizar los mejores pastos, mantener en buen estado comederos y abrevaderos -naturales o artificiales- añadiendo sal, agua y comida si era necesario, y no olvidar jamás su arma reglamentaria, por si había que sacrificar perros asilvestrados y animales con sarna o enfermedades contagiosas -¡cuántos rebaños se habían perdido por no eliminar a los enfermos a tiempo!-. También era su deber conocer la reserva entera, como su propia casa. Y, por descontado, el guarda forestal había de saber defenderse correctamente cara al público: cazadores, compañeros, visitantes, etc.

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El equipo de un guardia forestal incluía, entre otras cosas, arma reglamentaria y prismáticos

Los guardas no estaban solos en tan amplio cometido, pues contaban con la ayuda de los celadores, que colaboraban con sus superiores en las tareas de vigilancia -algunos de ellos habían sido cazadores furtivos, y su profundo conocimiento de aquellas montañas resultaba muy útil-. Pero, como en todo, el trabajo de Pedro también conllevaba aspectos desagradables, como era la persecución del furtivismo, tarea que realizaban con el apoyo indispensable  de la guardia civil, ya que a veces eran sus propias vidas las que corrían peligro.

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En plena labor de vigilancia, junto a otro compañero

Gracias a su trabajo, Pedro conoció a personas inolvidables con quienes vivió jornadas enteras de experiencias y conversación; gente como Miguel de Manuela, Pepe Guerra, José el del Daire o Miguel «Carrucho» -éste había nacido en una cueva del Barranco de los Cazadores y era capaz de cargar con un macho montés a la espalda durante todo el día-. Durante años y años compartieron esfuerzos y buenos momentos, de los que Pedro conserva mil anécdotas. «La sierra estaba muy trabajosa, porque había pocos caminos y costaba un mundo llegar a todas partes, pero así y todo trasponíamos adonde hiciera falta porque no había más remedio, ya fuera andando o en el Renault 4L. ¡Ese coche llegó a saberse la sierra entera de memoria…!» comenta Pedro con una sonrisa.

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Miguel «Carrucho» podía caminar muchas horas llevando a cuestas un macho montés

El tiempo fue transcurriendo. Poco a poco, el progreso llevó hasta la sierra algunos adelantos tecnológicos que facilitaron bastante el trabajo de aquellos servidores públicos: emisoras de radio para comunicarse entre ellos, vehículos todoterreno para los caminos, certeros y modernos rifles, mejor equipación y vestimenta, etc. A la vez, se dotó a los Parques y Reservas del Estado con más personal, tanto celadores como guardas forestales, y -sobre todo- más eficaces figuras de protección legal. Con esas y otras mejoras, la gestión medioambiental del Parque Natural de las Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama experimentó un gran avance. Sí señor, aquellos fueron  buenos tiempos para Pedro… quizá, los mejores de su vida.

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La mirada de Pedro refleja su excepcional calidad humana

Pedro Aguilar se jubiló en el año 2004, tras un merecidísimo homenaje a una vida  dedicada en cuerpo y alma a la conservación de la naturaleza. Y decidió aprovechar su tiempo libre escribiendo en una libreta sus valiosos recuerdos y experiencias como guarda forestal, evocando con respeto personas, lugares y vivencias personales, para que no quedasen en el olvido. Esos apuntes se convirtieron en un interesante libro editado en el año 2011, «Con el viento en calma: recuerdos de un guardia forestal»; fue un último acto de amor hacia sus queridas montañas.

Hoy, retirado en Alcaucín y muy cerca de sus hijos y nietos, Pedro vive tranquilo en su casita familiar que, como un privilegiado mirador, se sitúa en la falda de Sierra Tejeda, la montaña a la que dedicó sus desvelos.  Es miembro honorífico de la Junta Rectora del Parque Natural de las Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama, así como de la Asociación Cultural Arilo; colabora con varias instituciones en la elaboración de un mapa del Parque que recoge los antiguos topónimos de la sierra, y continúa saliendo a la montaña siempre que puede. Porque dice el refrán que «genio y figura…», y en este caso, desde luego, se cumple. Pedro Aguilar ha sido, y es, un ejemplo para todos.

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Con el chotillo montés «Manolito», al que cuidó durante un tiempo

Fotografías: archivo de Pedro Aguilar y Mariló V. Oyonarte



El Caserío de Las Monjas

Cocina tradicional, mediterránea y vasca. Carnes, pescados, guisos, postres… ¡Divino!

C/ Federico Téllez Macías, 4; Vélez-Málaga

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